golpeando nuestra galería,
picoteando en el revestimiento de cedro
óvalos inconsolables.
Consiguieron que pasara el viento.
Con tanto golpe, la caseta se inclinó.
Mi padre se subió a una escalera,
puso una malla en los aleros. Como si tal cosa.
Nada los detenía.
Desde el alféizar del primer piso
veía yo la erupción volcánica
de sus mejillas rojas, venga y venga.
Aprendí qué se siente en el empeño
de perforar hasta el centro de la tierra,
abrir un túnel hasta el Viejo Mundo.
Me pasé el verano enviando cartas
a un continente tan distante
que me hizo pensar en la física:
el Pacífico en toda su extensión,
su testigo imposible
como los años luz, una curvatura
que yo no podía medir.
Sabía que me hallaba a más distancia
que el tiempo, que al volver a entrar
en mi hemisferio
habría cambiado,
alienada por todo ese polvo lunar.
Afuera, los pájaros seguían martilleando.
Se extendía el destrozo.
Al llegar el otoño, cambió mi acento.
Se colaron vocales como montañas,
se me enroscaron los sustantivos en la boca.
Por fin, llamamos a un hombre
que puso trampas, colocó
un halcón falso en el tejado.
El día en que llegó el halcón
vi a los carpinteros revolotear aterrorizados
y desaparecer, con los nervios de punta.
Por entonces ya era invierno: se cernía la nieve,
y emigraron para siempre al sur.
Me quedé esperando el cambio.
Por todos lados crecieron los huecos oscuros.
De "El jaguar"