un cielo helado brillaba en lo alto;
y rodeándolo todo
con un aullido aterrador,
que provenía de gélidas grutas y de praderas nevadas,
la respiración de la noche fluía como la muerte
bajo el crepúsculo lunar.
Los invernales setos estaban ennegrecidos;
no se veía el verde de la hierba;
los pájaros descansaban
en el pecho desnudo del espino,
cuyas raíces, al lado del sendero salvaje,
volvían a anudarse sobre las cicatrices
que la helada abrió en su madera.
Tus ojos brillaban bajo el resplandor
de la moribunda luz lunar;
como las luces de un pantano
sobre su corriente apática,
destellan apagadas: así brillaba la luna,
amarilleando los mechones de tu cabello enredado
que el viento de noche estremecía.
La luna puso pálidos tus labios, querida;
el viento enfrió tu pecho;
la noche derramó
sobre tu cabeza tan amada
su gélido rocío y tú te quedaste inmóvil
donde la amarga respiración del cielo desnudo
pudiera visitarte cuando le apeteciese.
En la antología "Amores eternos"