quedaban a nuestra altura las jícaras blancas
de los postes del telégrafo y los cables crepitantes.
Como un trazo a mano alzada se alejaban curvándose
durante millas al este y millas al oeste, combados
bajo el peso de las golondrinas.
Éramos pequeños y no creíamos saber nada
que valiera la pena. Creíamos que las palabras recorrían los cables
en los brillantes saquitos de las gotas de lluvia,
cada una completamente preñada de la luz
del cielo, el fulgor de las vías, y nosotros mismos
reducidos a una escala tan infinitesimal
que podíamos pasar en tropel por el ojo de una aguja.
En "100 poemas"