de las manos de mi padre;
firmes y rojas, adornadas con surcos
donde no se intuyen los pliegues del corazón.
Nace la vastedad de piel
trabajando la orilla de la vida,
los árboles cítricos, el mimo
aplicado a un pedazo de tierra
-luego esperará el crecer de las horas,
las señales que dejan,
al comunicarse, los pájaros en el aire-.
El sol abona el tacto erguido en sus manos
y en cada arruga se levanta un testimonio al tiempo,
arqueología desde donde aprender
de la paciencia y de la historia.
Me parece que él
sabía hablar del amor
sin apenas nombrarlo.
De "Muchacha con mirlo en las manos"