Misteriosamente asentada en el cielo
está la luna, envuelta en un halo, como una loca.
Deja caer las manos para acariciar
el pecho y los flancos enmarañados del mundo remoto,
y las hunde, blancas, hasta el codo,
en las sombras frondosas del claro
en cuyas entrañas silenciosas duermen, como plata,
los pájaros, y despierta
a los canoros y nerviosos ruiseñores,
cuyos trinos surcan el mar de azur
como dispersas velas de plata.
También a mí me acarician sus manos;
también a mi ardiente corazón incita la luna.
Mientras gira, eviterna, por el cielo,
sus blancos pies, reflejados en mis ojos,
tejen un lazo alrededor de mi mente
que ninguna ola ni empeño puede romper,
porque la luna está loca, y es vieja,
y de muchos ha contado ya la vida,
y de muchos ha visto marchitarse la belleza:
pasan, pasan, pero no saben a dónde van.
La tierra callada, tan quieta, tan antigua,
sueña bajo el brezo y la gualda,
envuelta por el poderoso aroma del níveo seto
de espinas suspendido al borde
de una negra quebrada, de cuyo interior emergen
brumas suaves y espesas como cabello,
que brillan -plata que flota- bajo la luna.
Las estrellas se precipitan -pero son estrellas?-
contra los oscuros barrotes de los pinos.
En una melancólica colina, mojada por la luna,
brillan los cornejos floridos, imperturbables,
como manos rígidas que, mostrando su reverso,
invocaran al cielo,
y extienden su blancura de hielo
por el terciopelo de la noche.
De "El fauno de mármol"
En "Poesía reunida"