Los álamos, desmelenados
atisban más allá del muro, y me llaman,
tendiendo hacia mí sus manos trémulas
y susurrándome lo que alcanzan a ver:
una senda oscura y silenciosa que discurre
por un valle alfombrado de la blanca flor del espino.
A ambos lados, las hayas se menean,
comadreando, contra las alturas lilas,
a medio camino entre la tierra y el cielo;
los álamos temblones
se reúnen en bandas excitadas;
y las manos aleteantes de los abedules
irradian su plata veloz
en la verdosa blancura del calvero.
Solo, pues, sigo con la mirada
el camino emprendido por Pan, cuya lenta siringa
guía a los rebaños mansos,
mientras percute el canto de un mirlo
en las polvorientas colinas del mediodía,
palpitantes de paz. Luego, Pan dirige los acordes
de su flauta, con delicadeza, al pájaro, y,
salvo su música, nada más se oye.
Ahora las gargantas de los mirlos, filigranas
de oro, difunden sus frescas y melodiosas notas;
revolotean despacio, en solemnes bandadas,
hasta devenir marañas intrincadas, sin revelar
sus deseos, y se cruzan y entrelazan
como puntas de encaje que tejieran de negro
el espacio azul; y después se van, alborotadas
tal que contraventanas batientes.
De "El fauno de mármol"
En "Poesía reunida"