La electricidad nos llegaba de lejos, de zonas pantanosas,
y por las noches el apartamento parecía
borroneado de turba y picado por mosquitos.
La ropa era pesada, revelando
la cercanía del Ártico. Al final del pasillo
traqueteaba el teléfono, recobrando de mala gana
la conciencia tras el fin de la guerra.
En el billete de tres rublos se veían mineros y aviadores.
No sabía que un día todo esto dejaría de existir.
En la cocina, las ollas esmaltadas infundían confianza en el futuro
al insistir en transformarse, en sueños, en cascos
o en ejércitos de Marte. Los automóviles también marchaban
hacia el mañana y eran casi siempre negros,
grises, y algunas veces -los taxis-
incluso marrón claro. Es raro y no muy agradable
pensar que hasta el metal ignora su destino,
que se gastó la vida en nombre de una apoteosis
de la empresa Kodak, con su fe en las copias
y a deshacerse de los negativos.
Las aves del paraíso cantan, aunque no tengan ramas donde volar.
En "El explorador polar"