porque el viento propaga el polvo de las manos.
Verse ave en el reflejo,
aunque inmóvil sobre el asfalto,
abrasado por la luz de las cinco de la tarde.
Saberse nido
en un recodo del día que agoniza,
sin poder roer el aire.
Ser de carne y creerse hoja o pluma
y al final de la jornada ser quien cae.
Ser uno y creerse otro y otro y otro,
hasta anochecer sobre sí mismo
y volver al origen,
donde la arcilla no tenía rostro
y las alas no pesaban tanto.
En "Pájaros de sombra. Diecisiete poetas colombianas (1989-1964)"