Sin saber que se levantaba de la tierra, sin haberla visto alzarse,
sin saber que el surco en barbecho era su hogar
y esa ala alta, intocable, impoluta,
un ala de tierra, acostumbrada
a la marga,
me estremecí ante su grito, que me atrapó el corazón.
Implacable desde el cielo su dulce grito
como un dardo de cristal
arrojó contra mí. Observé el cielo vacío
con la cabeza hacia atrás hasta que el mundo se tambaleó.
Impasible me lanzó sus flechas inaprensibles contra el pecho, sin escudo ni protección.
Una eternidad gritó su garganta invisible,
entre el sol y yo.
No paraba de cantar, era incansable.
"Nota serena y despiadada, dónde estás? Dónde?
-supliqué-. Qué rápido caen esas flechas!
Ay de mí, atacada por ángeles en lucha desigual,
sola y sorprendida en la hierba rala y sin un árbol a la vista!".
Mientras hablaba, se me reveló
la alondra en el aire limpio,
un átomo oscuro y articulado en el enorme y mudo azul,
un ave mortal, volando y cantando al alba.
Mientras hablaba, la espié y supe la verdad,
por su nombre la llamé.
"Alegre espíritu!", grité. Traspasada por algo más que lanzas mortales
caí; me tumbé entre las extrañas y discretas margaritas rosadas
y lloré, manchando su rostro inocente con un río de lágrimas.
De "El amor no lo es todo"