Él supo, en lo hondo de su corazón, que ella nunca volvería,
mientras observaba los retozos de una golondrina negra
sobre los cambiantes montes de las olas, como si el rumoroso
arco del horizonte hubiera hecho del África el blanco
de su minúscula flecha. Cuando vio a la golondrina azotarse
y desvanecerse en la abertura de dos olas, supo que había perdido a Helena.
Su compañero estaba limpiando el pantoque con un balde oxidado
cuando reapareció la golondrina como soleado presagio,
encendiendo la alegría que se había esfumado de su trabajo.
La luz del sol le calaba las amnos, entregadas a esa ágil torsión
que angulaba la pala para la siguiente remada. Semidespierto,
por la fiesta de la noche anterior, su compañero meó, vacilante,
a un costado, conservando su bamboleante equilibrio.
"A emborracharse, peces." Aquiles sonrió burlón. Su compañero
formó con las manos una copa dentro de las aguas y se enjabonó la cabeza.
"Está bien. Manos a la obra!" Aprestó las varas de pescar a la rastra.
Aquiles escudriñó el borde de la rebosante mañana, traído
como un regalo por los puños del promontorio. Estaba como en casa.
Este era su jardín. Dios bendiga la rapidez de la golondrina,
Dios bendiga la mojada cabeza del compañero, destellante de espuma,
y el corazón le temblaba con descomunal ternura
por las aguas azules y moradas y por la agostada costa,
tensa y delgada como un sedal, y el humo azul del monte,
con músculos como retozantes toninas surgiendo de cada remo,
pero los puños giraban con destreza acompañando
cada remada, hipnotizándolo con su metro incantatorio.
La golondrina dibujó en su vuelo un semicírculo
sobre las crestas de las olas, luego, emplumado curricán,
flotó sobre la estela, a la misma distancia de la popa.
Sentía que ella estaba guiándolos, no siguiéndolos,
desde que había brotado de los capullos de la espuma,
prendida a su corazón como si el único, blanco de su saeta
fuera su felicidad, y ya fuera suficiente dicha.
Se mantuvo a la distancia con sostenido vuelo.
Él pronunció el nombre con que la conocía: l'hirondelle des Antilles,
la etiqueta de la colcha de Maud. Su compañero sacudió las varas
de bambú con que los anzuelos eran arrastrados. Luego, Aquiles
temió que eso no fuera una golondrina, sino el anzuelo de los dioses,
y que ella hubiera visto desde sus alturas el cuerpo lacerado de un dios.
De "Omeros"