Mary Cassatt la pintó con un vestido a rayas
y un crío en el regazo cuyo pie reposa en una jofaina.
Charlotte Mew habla por su voz de eso que nos embarga
por las noches cuando los grajos graznan en sus nidos.
A veces, entre las líneas de Trollope,
tía Harriette lanza un inefable gesto.
En Indianápolis cogíamos juntas el jadeante autobús urbano
al instituto. Era mi primer año; para ella el último. Cada día
el humo de los coches y las calles insoportables nos daban
náuseas. Tía Harriette era el último dilema de mis
abuelos victorianos. Una tarde tras el colegio
me invitó a acompañarla a Verner's.
Qué era Verner's? Yo no lo pregunté y ella no lo dijo.
Anduvimos tres millas por la prolija Meridian Street.
Me salieron suaves ampollas en los talones. Entramos a un salón
vacío de resonante madera, nos sentamos
a pie de calle en una sencilla mesa rústica y tía Harriette
pidió dos vasos de ginger ale con hielo.
La luz que caía sobre tía Harriette
parecía el barniz de un cuadro holandés
del siglo XVIII. Mi lengua de papilas aún intactas
se deslizó por el ardor ambarino. Fue mi primer indicio
del connoiseur, iniciación rara vez repetida;
pero tan extraña, tan enigmática,
que planeé toda mi vida con sus indicaciones.
De "El abrigo de segunda mano: poemas nuevos y seleccionados"
En "Bayas púrpuras"