No el despliegue deslumbrante del pavo real, ni el águila
que levanta naciones
ni el cóndor que flota en las corrientes termales
sobre la roca pelada al borde del cañón.
Ni el canto dulce de la gallina
ni el nido solitario del halcón peregrino
encaramado en lo alto de la posibilidad.
Ni el correcaminos con sus embustes
ni la gran asamblea de los grajos
reunidos en el cable de teléfono.
Ni el cuervo obstinado de Poe
ni el ruiseñor vertiginoso
cuyo pico sin aliento
lame el néctar de una flor bien dispuesta.
Ni el pájaro carpintero picoteando
ni el cardenal radiante contra su rama oscura.
Ni el canario en la mina
ni el descendiente amarillo del pinzón
que le soplo la supervivencia a Darwin.
Ni el loro con su inventario constante de palabras,
ni el guacamayo que pinta la jungla con su luz
ni el quetzal del misterio musgoso.
Ni los cuentos de la vida nueva de la cigüeña
ni la zambullida del buitre al hurgar los huesos
de lo que no vibe más.
Ni el flamenco que descansa sobre una pata rosa,
ni el avestruz que corre por el Serengeti.
Ni la testosterona que infla a la tijereta,
ni el pelícano regurgitando pescado a medio digerir
en la boca abierta de los pichones.
Ni la madre bobo
enseñándoles vuelo a sus adolescentes.
Este gorrión
es común como un día común.
Revolotea bajo entre los yuyos
de cualquier campo,
se instala mudo, raído,
en nuestro entorno sin hacer nada
para llamar la atención.
Pero sin su familiaridad generosa
la trama de la vida estaría incompleta.
Sin él, tal vez no podríamos valorar
lo inquebrantable
igual que nos pasa con el destello de gloria,
en picado y desde atrás
como el poema perfecto.
De "Contra la atrocidad"